Annapurna, una historia en revisión

El 3 de junio de 1950, Maurice Herzog y Louis Lachenal conseguían escalar el Annapurna, el primer ochomil.

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Maurice Herzog en la foto de cima del Annapurna en 1950
Maurice Herzog en la foto de cima del Annapurna en 1950

 Si Herzog les hubiera dejado, Lachenal y Terray, habrían gastado el último cartucho, pues el tiempo se les echaba encima, en la vía del Espolón Norte, tan difícil que fue abierto en 1996 después de numerosos intentos fallidos. Las locomotoras de los Alpes, como eran conocidos, formaron la avanzadilla de la expedición cuando se decidió dejar el Dhaulagiri e ir al Annapurna. Fueron sinceros: “Hemos encontrado pasos de V, y el final no lo hemos visto pero parece que se dirige a la plataforma de arriba. Podemos hacer subir a los sherpas aunque sea a rastras”. Ante esa perspectiva, el jefe dedició seguir explorando, lo que significaba una nueva pérdida de tiempo para otros, hasta encontrar una ruta donde las posibilidades estuvieran más claras.Sin duda, ésta fue una de las disensiones que hubo en la expedición al Annapurna de 1950 recientemente puestas de manifiesto en diferentes publicaciones. En este caso Herzog llevaba razón, pero hubo más. Cuando "Carnets du Annapurna" (versión íntegra de los censurados "Carnets du Vertige" publicados en 1956) de Louis Lachenal, y la biografía escrita por Yves Ballú de Gaston Rebuffat aparecieron en Francia a mediados de los 90 ya dieron lugar a la polémica. “Verdades de polichinela”, nada que no se supiera, las definía Jean Michel Asselin, redactor jefe de la revista Vertical, siempre en defensa de Herzog y de la leyenda. Aparecían discusiones, enfados, diferentes criterios, jerarquía y autoridad, exceso de protagonismo donde sólo había fraternidad según la versión oficial del famoso libro de Herzog, "Annapurna primer ochomil" que, por esas fechas había superado ya los 10 millones de ejemplares vendidos.En 1999, la publicación de "Annapurna, true summit" del americano David Roberts apareció como una revisión de lo ocurrido en aquella ascensión mediante el contraste de las obras anteriores y algunas conversaciones personales, incluido el propio Herzog. En 2000, coincidiendo con la conmemoración del 50 aniversario, se publicó la traducción en Francia y desencadenó allí una persecución mediática. La atmósfera de “por fin vamos a cazar al viejo zorro”, resume Asselin, planeaba sobre los fastos de Chamonix. Terminados, Herzog salió indemne, asegura el periodista francés. Como colofón, se hacía pública con énfasis la gran pregunta: en esa foto no se ve la cumbre, luego ¿realmente estuvieron en la cumbre? La respuesta de Herzog: “No me aventuré hasta el filo de la arista por temor a que se desprendieran las cornisas”. ¿Suficiente? Para algunos parece que no.Una última acusación, Herzog aparecía como el gran triunfador y los demás, incluido Lachenal, casi como comparsas.La polémicaEfectivamente, no fueron así todas las disensiones de la expedición al Annapurna. Herzog reconoce en su libro que él no se empleaba en labores de tipo doméstico, y Gaston Rebuffat mandó una carta a su mujer donde decía: “Hoy he engrasado las botas a Maurice”. El mismo Gaston a quien Herzog no le dejó subir al pico Tukucha, desde donde habrían comprobado la inviabilidad del Dhaulagiri mucho antes.Herzog afirma que dirigió la expedición mediante el consenso. Lo aprendió durante la guerra dirigiendo a un grupo de partisanos. Todavía hoy esboza una sonrisa cinematográfica del tipo “ironías del destino” cuando lo recuerda. Él, el único no comunista, dirigía a un grupo comunista. “El consenso es lo único bueno que le concedo al comunismo”.
Pero él tenía el consenso agarrado por el mango. Tenía la autoridad en la expedición, y se esforzó en no perderla: él daba las órdenes, y tomaba las grandes decisiones, como cuando era un partisano. “Todos habían hablado y habían sido escuchados, ahora me toca a mí tomar la decisión”, cuenta Maurice Herzog sobre la reunión de “consejo de guerra” en la que se decidió abandonar el Dhaulagiri y dirigirse al Annapurna. Era el jefe y los demás habían jurado obediencia. Aunque tímida e incómodamente, habían pronunciado el mismo juramento que los miembros de la expedición al Gasherbrum de 1936: “Prometo por mi honor obedecer al jefe de la expedición en todo cuanto me ordene para la buena marcha de la expedición”. Era una liturgia normal entonces. En los 90, sin la existencia del juramento previo, no es tan extraño encontrar alpinistas que han tenido que retroceder, contra sus deseos, por orden del jefe “para la buena marcha de la expedición”.
Herzog no siempre se salió con la suya. En esa misma reunión de “consejo de guerra” que se celebró el 14 de mayo, propuso instalar sistemáticamente cuerdas fijas en el Dhaulagiri, lo que fue rechazado de plano por sus compañeros quienes, además de valorar la magnitud y peligrosidad del empeño, por los comentarios del propio Herzog en su libro [se deduce que] llevaban una idea muy alpina. De alguna manera, Herzog, quien en algún momento se sintió como la boa que se tragó al elefante que aparece en "El Principito", al igual que el rey del cuento tomaba las grandes decisiones ordenando lo que sabía que los otros, la mayoría de los otros, podría aceptar. Con los años, una vez más, ha quedado de manifiesto, el descontento que se produce en los extremos del “consenso”.
Además, todos los miembros de la expedición eran conscientes de lo que se esperaba de ellos, aunque a algunos no les apeteciera lo más mínimo. No estaban en una ascensión más de los Alpes, ni siquiera se trataba sólo de escalar el primer ochomil del mundo, que ya había sido intentado por el alpinismo francés en 1936 en el Gasherbrum 1 donde sólo llegaron a 6.500 metros. Lo que estaba en juego ahora era devolverle a la juventud, a un país entero destrozado por la guerra, un ejemplo donde mirar. Cousteau se fue a los océanos, Herzog al Annapurna. Como recoge Reinhold Messner en "Annapurna 50 años de expediciones", ése era el encargo que Lucien Devies traspasó a Herzog. No en vano, los franceses se consideraban a sí mismos los mejores alpinistas. Y tenían que acertar allí donde británicos, alemanes y otros habían fallado: en los ochomiles del Himalaya.
El día 5 de abril la expedición entraba en el reino de Nepal y 14 de mayo Herzog llegó a la decisión de que el Dhaulagiri no era para ellos. Para algunos, eso ya se había hecho evidente mucho antes. La expedición había estado dividida mientras unos exploraban una posible vía a este ochomil de 8.167 metros, y otros buscaban dónde se encontraba el Annapurna y cómo llegar. Los mapas de cordales indios no se correspondían con la realidad. La única posibilidad de llegar era un abrupto paso localizado el 27 de abril, pero entonces aún buscaban un inexistente acceso más sencillo por el norte. Tras el “consejo de guerra”, como lo denominó Herzog, a él se dirigieron y después de la tentativa de Terray y Lachenal en el Espolón Noroeste, se llegó a un acuerdo respecto a la vía a seguir. Era 23 de mayo, y el 24 llegaron noticias de India: el monzón había llegado a Calcuta y se preveía que estuviera en las montañas hacia el día 5 de junio. Tenían trece días para subir, para huir. Y toda la fuerza de la expedición se puso a la tarea.

Ascender en 10 días

Les bastó con diez días para consumar esa perseguida primera ascensión a un ochomil. Maurice "Momo" Herzog (n. 1919-2012) y tres de sus compañeros de expedición, Louis "Biscante" Lachenal (1921-1955), Lionel Terray (1921-1965) y Gaston Rébuffat (1921-1985), eran los destinados a trabajar en altura. Los tres, guías profesionales de Chamonix, están reconocidos entre los mejores alpinistas de su época, y los dos últimos son autores de obras clave de su literatura. Los demás, incluido Herzog, eran “aficionados”. Una palabra que hay que entender según las claves de la época, que distinguía así entre el guía y el que no lo era, más que por falta de capacidades como ha querido entenderse hoy. De hecho, aunque Rebuffat, Terray y Lachenal fueran mejores alpinistas, en el Annapurna Herzog y Terray fueron los más fuertes. Completaban el grupo Marcel Ichac, alpinista que ya estuvo en el Himalaya en 1936 y cineasta pionero; Jean Couzy y Marcel Schatz, que hicieron su parte en la expedición nacional: explorar, abastecer, rescatarles... pero no estaban destinados a atacar la montaña. Al médico, Jacques Oudot, le iba a corresponder el papel de salvarles la vida.
Herzog y Terray jugaron el papel clave en la instalación de los campamentos de altura. Entre ambos, especialmente Herzog, habían estado abriendo el camino. Todos sufrieron el calor del día y las repentinas tormentas, pero ellos solían estar siempre más arriba. Herzog quería a Terray como su compañero para él ataque definitivo y se lo propuso en su último encuentro en el campamento 1. Hacían cordada quienes dormían juntos. Pero Terray, más preocupado por la eficacia global que por su papel particular, decidió que no podía estar un día sin hacer nada mientras Herzog se recuperaba. Salió a portear.
De esta manera, Herzog y Lachenal se encontraron durmiendo en el Campamento 5 el dos de junio. En realidad, a pesar de los somníferos que tomaban siempre que estaban en altitud, no pudieron dormir porque temían verse arrastrados por el viento, o asfixiados por el peso de la nieve que caía sobre su pequeña tienda–ataúd.
Además de aspirinas y somníferos, en altura también tomaban otros medicamentos que el médico Oudot les daba. Como escribe Messner en "Annapurna, 50 años..". subían “bastante drogados”. Sin embargo, Herzog afirma que todo lo que usaron era “natural, lo que se tomaba entonces”. Es cierto. Así subió ­Hermann Buhl en el Nanga Parbat en 1953, pues, entonces, las anfetaminas no tenían ninguna consideración nociva. Eran otros tiempos, otra situación, otros valores que sería un error juzgar con los parámetros y los conocimientos actuales.
Así, el 3 de junio Lachenal y Herzog se dirigen a la cumbre. Biscante siente que se está congelando y Herzog en algún momento también es consciente, pero él está cumpliendo su meta, siente que se ha encarnado en él la responsabilidad de la conquista. “Subimos para bajar con la cumbre. Todo o nada”, escribió.
Pero Lachenal no era de esa opinión. Es un guía de montaña que sabe que el éxito reside en sobrevivir y en poder seguir escalando montañas, su profesión, lo único que sabía hacer bien. Como Hillary le dijo a Tenzing en el 53, Lachenal le confió a Herzog: “Temo congelarme, como Lambert”. La historia del magnífico y bien conocido alpinista suizo inducía a escarmentar en cabeza ajena.
— Si me doy la vuelta, ¿qué harás tú?, preguntó Lachenal.
— Seguiré solo.
Su “entonces voy contigo”, no fue la respuesta de un indeciso; sino la de quien sabía que tenían que bajar, pero que jamás abandonaría a un compañero de cordada. Quizá fuera su actitud de guía, o sencillamente la de un compañero.
Ya lo habían hablado todo. Cada uno en su mundo, siguieron avanzando lentamente, aunque Herzog, como cuenta en su libro, no sintiera el cansancio como si estuviera en una especie de éxtasis de las alturas. Con monosílabos y gestos acordaban el camino a seguir hasta la cumbre. Para Herzog, Lachenal, con esa decisión, se había convertido en su hermano.
La Foca, cámara de filmar, había quedado congelada en el C5, pero Herzog llevaba la de fotos. En la cumbre, o poco antes del filo de la arista como parece obligado precisar, Lachenal le tomó un par de imágenes que muestran al Herzog victorioso. Herzog disparó a Lachenal, pero la imagen salió desenfocada, impublicable. En este momento, asegura Messner en su libro, se inició el olvido de Lachenal.
A continuación, el descenso. Cada uno por su cuenta llegaron al C5 donde habían llegado con otra tienda Terray y Rebuffat. Herzog había perdido los guantes y bajaba con severas congelaciones en las manos y, al igual que Lachenal, también en los pies. Vio su lamentable estado en los ojos de sus compañeros mientras fuera la tormenta arreciaba. Durante la noche, el equipo de ayuda trató de reanimarles y descongelarles.
Al día siguiente, 4 de julio continuaron bajando en medio de la niebla para tener que vivaquear dentro de una grieta en la que cayó casualmente Lachenal. Y, por la mañana, un alud se coló dentro de la tienda. Pero pudieron salir y continuar en dirección al C4 para darse cuenta que estaba a 200 metros. Schatz salió en su ayuda. En esos momentos, Lachenal y Herzog estaban lisiados y agotados. Rebuffat y Terray, ciegos porque el día anterior se habían quitado las gafas para dirigir a sus amigos entre la niebla.
Rebuffat y Terray habían salvado la vida a Lachenal y Herzog. Los demás salvaron a los cuatro.

Vivir de milagro

El día 5 de junio llegaban al campamento base. Comenzaron las dolorosas inyecciones intraarteriales para ambos, ser porteados a la espalda de los sherpas como fardos por terrenos escarpados y peligrosos, luego por los arrozales, luchando contra la infección, contra la gangrena, contra la septicemia. Ahora, un congelado en el Himalaya puede estar de regreso en tres o cuatro días. Ellos tardaron un mes sólo en llegar al primer medio de transporte. Por el camino, en cualquier parte, bajo la lluvia monzónica, durante las paradas del tren vinieron las amputaciones.
Fue todo un milagro que sobrevivieran durante ese mes de marcha. Y al llegar a Francia, el recibimiento como héroes tuvo un grueso barniz dramático al comprobar su estado, bajando en brazos del avión.
Durante su convalecencia, Herzog dictó su libro que lleva vendido 15 millones de ejemplares. La voz discrepante de sus compañeros, “que habían leído el libro y dado su aprobación” quedó oculta entonces. Lachenal estuvo a punto de publicar en "Le Monde" su verdad, pero desde el Comité del Himalaya le recomendaron que renunciara a cambio de seguir recibiendo ingresos de la ENSA. Y cuando fue a publicar sus "Carnets de vertige", Lucien Davies y Gerhard Herzog limaron lo que chirriaba en la historia oficial, la leyenda se había convertido en la realidad. Francia había encontrado al héroe en el que podía mirarse como un espejo la situación del país. Vivo, triunfador en la guerra a pesar de las pérdidas de la batalla.
Sin duda, no es el momento de defenestrar a Herzog, sino de acercarse a la expedición tal y como fue en realidad para entender los errores y aciertos de esta gran ascensión.
José Luis Mendieta

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